Recuperada ya la sensación de los pies,
perfumada y renovada bajé la escalera justo en el momento que Olga pasaba hacia
el comedor. Donde las dos hermanas mayores tomaban su te con tostaditas como el
once de mis tías de santiago, solo que ellas con sus cuarenta y tantos años
cada una se veían mucho mas viejitas y gorditas que sus hermanas.
Sentado junto a Teresa un muchachito delgado
con barba rala tirando a rojiza fue el primero en vernos entrar.
─ tía sea buenita, sírvame un caldillo de
mariscos y una empanadita por favor
─ Ignacio, eres un desvergonzado, tu deberías
estar comiendo conmigo allá en la cocina como cuando esta el patrón.
─ Déjelo Olga, venga y coma con nosotros también─
la voz de Ana siempre infundía respeto pero cuando quería era mas dulce que sus
mermeladas.
Al terminar la comida pasamos a la sala
prolongando la charla con unas copitas de riquísimo licorcito enmurtillado. Pasando
pagina de todo cuanto vivimos desde que nos conocimos, el dispensario, mi
ayudantia, nuestros paseos favoritos y mi barrio. Que ellas conocían de visitas
evidentemente no muy recientes. Por una costanera de Quilmes que hace tiempo no
se ve como la describieron. Al igual que el teatro Colon y las calles
empedradas que quedan tan pocas hoy en día. Pero mi atención no estaba enfocada
a detectar ese desfasaje temporal de sus visitas. Era su aspecto físico lo que
me tenía impresionada, su destacada belleza, la casi imperceptible existencia
de líneas de expresión marcadas por la edad, sus manos de uñas tan largas y
refulgentes como el marfil. Sin que nada levantara sospecha alguna en mí, muy
por el contrario las consideraba más divas o modelos como Tete Custarot o la
Lopez Foreci siempre tan hermosas y perfectas. Ni siquiera el pico de presión
que fogueaba esa noche los ojos de Teresa logró despertar mi atención. Estaba
ciega o no quise ver.
En lo que restaba de la noche no estaba
dispuesta a ceder tan fácilmente. Algún truco Sabinesco descendiendo lentamente
por entre sus omoplatos tal vez encendiera alguna chispa, pero tan solo unos
besos y un hasta mañana le bastaron para escabullirse entre mis manos. Y
pasaron las 12 y la una, las dos y las tres sin que encontrara el suficiente
valor para cruzar aquella puerta interna. Tratando de oír en el silencio, un
simple indicio de vida, algún ronquido, algo que me indicara que el estaba ahí.
¿O no estaba ahí?
Como a las cuatro y media algo se sacudió fuera
de la ventana, me había quedado dormida. No había pasos, caminé despacio sin
hacer ruido hacia la ventana y corrí las cortinas. Nada. En el otro cuarto un
repentino viento silbó al entrar. Tomé la perilla con decisión y la giré. El
terminaba de cerrar el pestillo de su ventana.
─ ¿Que estabas haciendo allá afuera con este frió?─
me salió queriendo preguntar tantas cosas: ¿a donde? Si era noche cerrada
todavía, ¿cuando? si jamás le oí salir, ¿porqué a hurtadillas…porqué? Si yo...
─ no preguntes lo que no vas a entender─ respondió el atrapándome en el poder liquido
de sus ojos de miel.
─ Necesitaba salir─ continuó.
Dio un paso hacia mi y luego otro, brillando su
pelo cubierto de escarcha a la luz tenue de las lámparas. Trayendo con el ese
aroma a hierba fresca y a madera, esencia misma del bosque que hechiza y
atrapa. Enredándose entre los mechones de mí pelo hasta rodearme con sus manos
la totalidad del cuello. Desencadenando en el derrotero de su gélido tacto la
polarización bioeléctrica de mi piel que se estremece y se enciende. Me besa y
me pierdo. Fundida en el abrazo de sus llamas con el caudal de nuestras venas
fluyendo a raudales como lava que aumenta grado a grado con cada latido del
corazón. Aplacando las ansias que agitaban hasta el alma que ya descansa con la
claridad del alba entrando por la ventana.
Me niego a levantarme temprano. Acurrucada en
sus brazos. Remoloneando.
Oyendo la ligera fluidez de las teclas del
piano, con la vibrante energía de las rosas del sur, iniciando luego una
aceleración de Strauss que pronto queda en un corto ensayo interrumpida por
alguien que silba y silba con insistencia.
Teresa deja de tocar.
─ ese debió ser Ignacio─ dijo el atendiendo lo
que ocurría en el piso de abajo.
─ él y Teresa..?.─ retuve la pregunta en el
aire y volví a comenzar─ yo no los conozco, pero ayer me pareció que había algo
entre ellos, se nota. Ahí hay algo más que admiración o amistad ¿no es cierto?
─ algo entre un quizás y un talvez que lleva
largo, largo tiempo; son un caso aparte esos dos ─ respondió el dejando escapar
una risita burlona.
─ Tengo una idea! vayamos a molestar a Ana así
nos presta el jeep.
Pobre
Ana se terminó su paz, pensé.
El sonrió con malicia y salió corriendo hacia
la ducha arrastrando la ropa de cama con el. No había manera posible en la
tierra de detenerlo.
En un corto trotecito bajó hasta el primer descanso
de la escalera donde esperó por mí con una sonrisita traviesa danzando en la
comisura de sus labios. Lo miré con desconfianza y bajé con el los últimos
escalones.
Desde la cocina llegaba el eco distorsionado
del agua. En la pileta Olga se aplicaba con jabón y esponja al odioso fregar de
una docena de tazas, platos y cucharas que se estrujaban entre sus enormes
manos con el sonido de muchas piedritas.
─ buen
día Olga─ se asomó Nahuel a la puerta
─ buen día mi niño, en un ratito les llevo el
desayuno─ apenas giró la cabeza y continuó con el trajín de los platos.
─ ¿y
todas esas tazas?─ preguntó el
─ si
quieres que te eche a perder el día te respondo, pero yo prefiero que te
enteres más tarde─ ella tampoco! ¿Es que
acaso nadie podía responder una pregunta directa en esa casa?
Su humor se ensombreció por un momento quedando
pensativo. Arrugó el labio superior restándole importancia al asunto y se sacudió
como un cachorro salpicando todo a su paso. Me quejé y se puso más cargoso
todavía.
─ ¿tenes cosquillas?─ susurró
Pregunta capciosa que negué inútilmente sin
poder despejar de mi mente la explosión de risa que me atenazaba con ese
pequeño hormigueo del pulpejo de los dedos en las orillas de mi espalda.
Ana levantó la vista del diario al oír nuestras
risas entrando al comedor.
─ buen día─ saludó ella volviendo con mas
fuerza que la necesaria la hoja del diario.
─ Buenas, buenas Anita─ se sentó el a la mesa y
yo junto a el.
Olga trajo un par de jarras humeantes, unas tazas
y un plato con tostadas que puso delante de nosotros. Ubicó una taza frente a
mi y sirvió mas leche que café completamente a la inversa de lo que segundos
después sirviera sin pregunta para el.
─ Anita, ¿no tendrías un secador de pelo para
prestarle? esta señorita olvido el suyo en Buenos Aires─ dijo el sacudiéndome
el pelo húmedo.
─ Olguita, podrías alcanzarle el secador de mi
pieza a estos tortolitos, por favor─ ordenó Ana sin volver a levantar la vista
del diario.
Olga asintió y siguió agregando a nuestro
desayuno unos rulos de manteca y mermeladas de varios colores.
─ ay, no
Olga! deja ya eso...si sigo viéndolos aquí tan acarameladitos me va a subir la
glucemia, pues─ se impacientaba Ana
─ vayan a turistear un poco a los saltos de
Petrohue o acá nomás a las cascadas no se…─ nos echaba ella haciendo gestos con
sus manos.
─ Mmmm, esa es una idea estupenda...a que nunca
fuiste a ver el castillo─ murmuraba el mirándome por un costado de su taza.
─ ¡por favor eso es un mito!─ saltó ella
golpeando el diario
─ bueno, entonces no vamos a necesitar el jeep─
respondió casi en un susurro meneando la cabeza.
─ es todo tuyo, llévatelo si quieres─ ofreció
ella. Dándole a el las palabras justas que quería oír.
En un
tiempo extremadamente corto dejamos solo migas y un rulo de manteca derretida
que se volcó en el mantel ante la mirada furiosa de Ana. Hasta sorbió el café
el muy guarango. Cuando al fin nos pusimos de pie ella bajo el diario
nuevamente sobre la mesa.
─ chau Anita, nos vemos al mediodía─ le saludó
el interrumpiendo su lectura otra vez.
─ Chaito, nos vemos, pero si quieren quedarse a
comer una parrillada o una pichanga caliente por Ensenada yo no me ofendo, ah.
─ no te olvides de leer el horóscopo, algo me
dice que puede llegar a traer la data precisa donde encontrar pololos esta
semana.─ señaló el conteniendo la risa.
Ella frunció el entrecejo, sacudió el diario y
volvió a golpear sus hojas peleando por enderezar un caprichoso y molesto doblez
mientras profería incomprensibles murmuraciones sibilantes que continuaron
hasta que salimos por la puerta.
Olga nos cargó agua en el termo y allá nos
fuimos rumbo al Pérez Rosales.
Arrancando de pasada una ramita de cedrón del
Perú que Teresa cultivaba entre sus aromáticas, seguramente por el delicioso
aroma alimonado de sus hojitas lanceoladas.
Que maravillosa mañana para regresar al corazón
de todas las cosas, andando con el jeep junto a los faldeos del Osorno,
atravesando túneles naturales de todos los verdes.
Siguiendo las líneas de fuerza del enorme
electroimán que siempre fueron para mí los volcanes. Volver atrás las páginas a
esa tarde cuando nos conocimos, que confusos recuerdos me abordaban; el sol
llameando sobre mi con el mismo ardor que torturaba mi pie, su piel brillando
como el bronce pulido, sentirme tan liviana entre sus brazos arrullada con el
trote alocado de su extraño corazón, el veloz parpadeo de los largos rayos
penetrando entre el inalcanzable follaje de coihues y ñires como si toda la
tarde hubiese trascurrido en ello. Y sus ojos, rojo rubí de grietas negras
convergiendo en un iris de fuego igual al del Diucón que detiene su abrupta
caída sobre el cartel de ingreso al parque, abre un ala y se acicala
espiándonos por debajo del oscuro gris de sus plumas.
Un pequeño zorro quilla hurgueteaba en una fofa
bolsa de papel lamiendo el dulce y unas pocas migajas cuando sus orejas grises
detectaron el paso del jeep. Levantó la cabeza y corrió hacia nosotros
alertando con sus ladridos a sus compañeros de manada que también se sumaron a nuestra
jubilosa escolta que aullaba entre el follaje.
─ parece que nos confundieron con Ignacio─ dijo
el señalando el grupito de zorritos juguetones que se desbandaron rápidamente
al vernos bajar del jeep.
─ ¿El viene seguido por acá?─ pregunté
─ Principalmente en luna llena, le gustan mucho
los paseos nocturnos─ respondió
─ Ah, vaya amistades que se hizo, no
cualquiera─ observé
─ Quien no tuvo en la vida un amigo grandote y
bonachón, ¿no lo tuvimos todos acaso?
─ muy cierto─ admití y hasta creo que ambos
pensábamos en la misma persona.
Tomamos la valijita de cuero con el equipo de
mate y emprendimos nuestro paseo bajo la sombra difusa de los senderos poblados
de coihues, ulmos y arrayanes con su corteza canela descascarándose en
manchones blancos. Siguiendo un caminito de piedrita bordeado de musgo y finas
ramitas arborescentes, retoños jóvenes de mirtos y olivillos que crecen entre
guirnaldas de líquenes.
Como acostumbraba de chiquita la primera parada
siempre debía ser la de los saltos, recorriendo las pasarelas con el sonido
atronador del agua rompiendo contra las rocas negras de lava y elevarse en sus
violentos choques en humeantes vapores fatuos.
Cumpliendo después un sueño romántico de mi
adolescencia con un pololo que me amara mucho, mucho; seguir el sendero de los
enamorados hasta donde truena la cascada y beber tres sorbos en su laguna azul turquesa.
Y allá
nos sentamos en su playita de arenas negras para armar nuestro mate de media
mañana. Con la única compañía de un pequeño diucón que saltaba de rama en rama
con sus diminutas patitas negras. Acercándose valientemente, suponiendo algún festín
de miguitas desperdiciadas despreocupadamente por los torpes humanos.
Sacudí el mate de caña para eliminar el polvo
de la yerba y saltó junto a mí limpiando su pico en la misma piedra que yo
estaba. Quedando solo a un brazo de distancia.
Me estudió con uno y otro ojo dando ínfimos
saltitos impaciente con su cola mientras yo cebaba el primer mate. Nahuel
sacudió su mano y lo espantó. Revoloteó un
poco y volvió a insistir sobre la misma roca dando golpecitos con su
pico. Nahuel se enfureció con el al punto de ponerse de pie para azuzarlo con
su campera. Y no entiendo porque. Algo decían mis tías de el, pero yo no lo
recordaba. Me fascinaban sus ojitos siempre colorados como llamas encendidas.
El agua no tardó mucho en enfriarse puede que haya
sido la humedad del suelo o la falta de costumbre de Olga para encontrar el
punto justo para el mate o las horas de trekking que se pasaron sin darnos
cuenta. Después del intento fallido de darle una vueltita al río en jet boat
saltando en sus rápidas aguas. Suerte que no teníamos reservas hechas, por muy
hermoso que fuera el pozón de las cascadas, eso de mojarse no me hacia ninguna
gracia.
─ ahora me toca a mi─ dijo el─ vení que quiero
mostrarte un lugar.
Yo simplemente lo seguí.
Bajando por senderos en desuso de largos
pastizales con penachos, colas de zorro de un blanco antiguo casi ceniciento y
ramajes tortuosos que cerraban el paso, llegamos a un fino sendero apenas
visible entre crecientes helechos que llegaban a su apogeo en el fondo de
aquella quebrada. Cruzando arcadas de líquenes y enredaderas floridas ahí
estaba con su exuberante belleza el más hermoso castillo de flores. Que invitaban
a sentarse sobre su colchón de tréboles a escuchar la vibrante orquesta de
colibríes zumbando en el aire con sus ingrávidos cuerpecitos de hada verde
oliva.
─ que estabais haciendo en ese sendero ruinoso
lleno de pastizales─ preguntó el que creí era un guarda fauna, apareciendo de
la nada para pillarnos justo usando un sendero que no estaba permitido.
─ ¡Papá!?─ exclamó Nahuel─ ¿que hace usted por acá?
─ Pasaba por aquí y te encuentro en muy grata
compañía… ¿no estas feliz de verme?
Me quedé perpleja. ¿Donde estaban las cámaras,
el jeep y los caballos galopando con sus crines al viento? Porque de seguro el
que estaba en frente nuestro era un modelo de esos comerciales de cigarrillos
con su barba rala mechada de sensuales canas como el claro alazán de su cabello
cortado al rape. Faltaba que sacara su marquilla roja y sacudiera contra el
extremo proximal de la primer falange su cigarrillo rubio bajando el tabaco que
inteligentemente jamás fumaría una vez terminado el comercial.
─ bueno, ya que estamos acá le presento a
Mercedes, mi novia─ dijo el un poco fastidiado de verle al parecer.
─ Ahora entiendo porque no te encontraba por
ninguna parte esta mañana cuando pase por la estancia…al parecer estabas muy
ocupado como para escucharme.
─ ¡Papá!─ lo frenó furioso y rojo de vergüenza.
Yo me fui escondiendo lentamente detrás de el
sujetándome de su brazo rígido y tenso como a punto de volar en un puñetazo.
─ el gusto es todo mío, señorita. Espero que
tengamos tiempo de conocernos mejor, superados claro los viejos roces de un
padre y un hijo que hace tiempo que no se ven.
Asentí tímidamente sin saber que decir, ni
hacer en un encuentro tan frío como ese.
─ muy bien, nos vemos entonces─ dijo el
haciendo un medio giro─ ah! No quisiera aguarles el paseo pero mucho me temo
que aquellas nubes tengan ni la mas mínima intención de pasar inadvertidas por
aquí…bueno, los dejo…hasta pronto─ se despidió el con un elegante saludo real y
se marchó con su cazadora y sus borceguíes de rezagos militares.
Nahuel no se movió un ápice hasta verlo perderse
entre los matojos tan súbitamente como apareció, seguido por una brisa
repentina que barrió el suelo pedregoso levantando una densa polvareda junto a
la hojarasca obligándome a cerrar los ojos.
El pico
nevado del volcán había desaparecido cubierto rápidamente por ascendentes
nimbos negros acumulándose junto a el. Una nueva ráfaga de viento y un trueno
anunciaron la pronta tormenta que se acercaba desde el mar.
─ vamos─
dijo el recuperándose de su pétrea postura.
Volvimos hacia la entrada del parque donde
dejamos el jeep y sin perdida de tiempo tomamos la u99-v que nos llevaría de
regreso a la estancia.
─ no me parece correcto que sigamos posponiendo
la visita a tu abuela, va a ser mejor que llames a tus tías y les avises que
estas acá así vas a verla─ el tono de su voz era apremiante y algo distante
también ¿acaso me estaba echando de su casa?
─ Yo quería que vinieras conmigo─ pronuncie
casi con temor de oír su respuesta.
─ Esta bien, llamalas y vamos juntos─ respondió
tomando fuertemente ni mano como si no quisiera soltarla jamás. En sus ojos
había una gran tristeza que me impidió cuestionarle nada.
Por detrás nuestro en la intersección con la
ruta 225 un relámpago bifurcaba sus ramas iluminando el cielo que avanzaba con
su frente de batalla.
Llegamos a la puerta de la cochera y se desató
la tormenta disparando toda su furia en un plano inclinado que hasta podría
apedrearnos con un granizo en cualquier momento. Saltó del jeep sin abrir la portezuela,
ni resbalar en el fango y continuó en una corta carrera hasta el portón. Quitó
el seguro y empujó ambos lados a la vez marcando un hondo surco en el barro, quedando
ahí encajados y zarandeando los tornillos en los viejos maderos.
En el interior había varias camionetas 4x4 de último
modelo y un falcón verde muy bien cuidado que llamó inmediatamente su atención.
Como estábamos todos mojados entramos por la
puerta de servició.
─ justo a tiempo, apresúrense que ya estoy sirviendo
el almuerzo─ decía Olga sacudiendo su mano para que nos diéramos prisa.
Un rápido cambio de calzado y liberarme de mi
campera fue suficiente. Nahuel ya estaba listo con mi remera favorita y sus
tenis gastados esperándome junto a la puerta con las manos en los bolsillos.
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